A veces encontramos un diamante donde menos esperamos. Hace ya muchos años, leyendo la Historia Interminable de Michael Ende, me topé con este fragmento. Quién hubiera dicho entonces, cuando Internet era apenas un sueño, que yo lo iba a publicar en un blog y que tendría relación con el liberalismo. Quizás es que el verdadero liberal o es humano o no es nada…
“Y Bastián aprendió las enseñanzas de los navegantes de la niebla y supo el secreto de su solidaridad: el baile y la canción sin palabras.
Poco a poco, durante la larga travesía, se convirtió en uno de ellos. Era una sensación peculiar e indescriptible de olvido de sí mismo y de armonía la que sentía cuando, durante el baile, su propia imaginación se fundía con la de los otros, haciéndose un todo. Se sentía realmente aceptado en su comunidad y parte de ella… y al mismo tiempo desapareció de su memoria el recuerdo de que, en el mundo del que había venido y cuyo camino de regreso buscada, había hombres, hombres que tenían todos sus propias imaginaciones y opiniones. Lo único que podía recordar aún, oscuramente, eran su casa y sus padres.
Sin embargo, en los más profundo de su corazón había aún otro deseo distinto del de no estar solo nunca más. Y ese otro deseo comenzó a agitarse suavemente.
Eso ocurrió el día en que, por primera vez, observó que los yskálnari no lograban su solidaridad armonizando formas de imaginar totalmente distintas, sino porque se parecían tanto entre sí que no les constaba ningún esfuerzo sentirse una comunidad. Al contrario, no tenían la posibilidad de discutir o de no estar de acuerdo entre sí, porque ninguno de ellos se sentía un individuo. No tenían que vencer ninguna oposición para encontrar la armonía y precisamente esa facilidad le pareció a Bastián, poco a poco, insatisfactoria. Su dulzura le pareció sosa y la melodía siempre igual de sus canciones, monótona. Sentía que le faltaba algo, que anhelaba algo, pero no podía decir qué.
Eso sólo le resultó claro cuando, algún tiempo después, divisaron en el cielo una gigantesca corneja de la niebla. Todos los yskálnari tuvieron miedo y se escondieron bajo cubierta tan aprisa como pudieron. Uno, sin embargo, no lo logró a tiempo, y la monstruosa ave se precipitó sobre él con un grito, cogió al desgraciado y se lo llevó en el pico.
Cuando el peligro había pasado, los yskálnari salieron de nuevo y continuaron el viaje con su canto y su baile, como si nada hubiera pasado. Su armonía no se había visto afectada, y no se lamentaron ni se quejaron, ni dedicaron un sola palabra a comentar el hecho.
– No – dijo uno cuando Bastián lo interrogó al respecto –: no nos falta nadie. ¿Por qué tendríamos que lamentarnos?
El individuo no contaba para ellos. Y, como no se distinguían entre sí, ninguno era irremplazable.
Sin embargo, Bastián quería ser un individuo, alguien, no sólo uno como los demás. Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. En aquella comunidad de los yskálnri había armonía pero no había amor.
Bastián no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto con todos sus defectos… o precisamente por ellos.
Pero, ¿cómo era él?
Ya no lo sabía. Había recibido tantas cosas en Fantasía que ahora, entre todos aquellos dones y poderes, no se sabia encontrar a si mismo.
A partir de entonces no participó ya en el baile del buque de la niebla. Se sentaba en la proa y miraba a Skaidan durante todo el día y a veces también durante toda la noche”.
“Y Bastián aprendió las enseñanzas de los navegantes de la niebla y supo el secreto de su solidaridad: el baile y la canción sin palabras.
Poco a poco, durante la larga travesía, se convirtió en uno de ellos. Era una sensación peculiar e indescriptible de olvido de sí mismo y de armonía la que sentía cuando, durante el baile, su propia imaginación se fundía con la de los otros, haciéndose un todo. Se sentía realmente aceptado en su comunidad y parte de ella… y al mismo tiempo desapareció de su memoria el recuerdo de que, en el mundo del que había venido y cuyo camino de regreso buscada, había hombres, hombres que tenían todos sus propias imaginaciones y opiniones. Lo único que podía recordar aún, oscuramente, eran su casa y sus padres.
Sin embargo, en los más profundo de su corazón había aún otro deseo distinto del de no estar solo nunca más. Y ese otro deseo comenzó a agitarse suavemente.
Eso ocurrió el día en que, por primera vez, observó que los yskálnari no lograban su solidaridad armonizando formas de imaginar totalmente distintas, sino porque se parecían tanto entre sí que no les constaba ningún esfuerzo sentirse una comunidad. Al contrario, no tenían la posibilidad de discutir o de no estar de acuerdo entre sí, porque ninguno de ellos se sentía un individuo. No tenían que vencer ninguna oposición para encontrar la armonía y precisamente esa facilidad le pareció a Bastián, poco a poco, insatisfactoria. Su dulzura le pareció sosa y la melodía siempre igual de sus canciones, monótona. Sentía que le faltaba algo, que anhelaba algo, pero no podía decir qué.
Eso sólo le resultó claro cuando, algún tiempo después, divisaron en el cielo una gigantesca corneja de la niebla. Todos los yskálnari tuvieron miedo y se escondieron bajo cubierta tan aprisa como pudieron. Uno, sin embargo, no lo logró a tiempo, y la monstruosa ave se precipitó sobre él con un grito, cogió al desgraciado y se lo llevó en el pico.
Cuando el peligro había pasado, los yskálnari salieron de nuevo y continuaron el viaje con su canto y su baile, como si nada hubiera pasado. Su armonía no se había visto afectada, y no se lamentaron ni se quejaron, ni dedicaron un sola palabra a comentar el hecho.
– No – dijo uno cuando Bastián lo interrogó al respecto –: no nos falta nadie. ¿Por qué tendríamos que lamentarnos?
El individuo no contaba para ellos. Y, como no se distinguían entre sí, ninguno era irremplazable.
Sin embargo, Bastián quería ser un individuo, alguien, no sólo uno como los demás. Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. En aquella comunidad de los yskálnri había armonía pero no había amor.
Bastián no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto con todos sus defectos… o precisamente por ellos.
Pero, ¿cómo era él?
Ya no lo sabía. Había recibido tantas cosas en Fantasía que ahora, entre todos aquellos dones y poderes, no se sabia encontrar a si mismo.
A partir de entonces no participó ya en el baile del buque de la niebla. Se sentaba en la proa y miraba a Skaidan durante todo el día y a veces también durante toda la noche”.
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