–Nuestro plan es verdaderamente muy sencillo –continuó Tinky Holloway, y trató de demostrarlo hablando con ufana y desenfada simplicidad–. Levantaremos todas las restricciones en la producción de acero y cada compañía fabricará lo que puede, según sus propios recursos. Pero, a fin de evitar la pérdida de tiempo y el peligro de una competencia desmesurada, todas las empresas depositarán sus ganancias brutas en un fondo común, que será conocido como “Fondo de Unificación Siderúrgica”, a cargo de una oficina especial. A fin de año, esa oficina repartirá los beneficios calculando la producción total de acero y dividiendo dicha cifra por el número de altos hornos en funcionamiento. Se realizará así una distribución equitativa para todos, pagándose a cada compañía según sus necesidades. Y como la conservación de los hornos es una necesidad básica en esta industria, se tendrá en cuenta para ello el número de hornos que cada firma posea.
Hizo una pausa, y añadió:
–Eso es todo, señor Rearden. – Y al no obtener respuesta, siguió: –¡Oh! Desde luego, habrá que eliminar muchos obstáculos, pero… ése es el proyecto.
Fuese cual fuere la reacción que esperaran, la de Rearden no pudo menos que confundirlos. Se reclinó en su sillón con mirada atenta, fija en el espacio, como si contemplara algo bastante próximo. Luego, con cierta extraña nota burlona, tranquila y personal, preguntó:
–¿Quieren decirme tan sólo una cosa, muchachos? ¿Con qué cuentan para ello?
Sabía que lo habían entendido porque observó en sus caras esa expresión terca y evasiva que en otros tiempos consideró propia de los mentirosos que engañan a sus víctimas, pero que ahora sabía que era algo peor: la de quien se engaña a sí mismo y a su propia conciencia. No contestaron, guardaron silencio, esforzándose no en hacerle olvidar su pregunta, sino en olvidar ellos que la habían escuchado.
–¡Es un plan muy sensato! –exclamó de improviso James Taggart, con un dejo de animación–.¡Funcionará! ¡Tiene que funcionar! ¡Queremos que funcione!
Nadie le contestó.
–¿Señor Rearden…? –preguntó Holloway tímidamente.
–Veamos –dijo éste–, Associated Steel, de Orren Boyle, posee sesenta altos hornos, un tercio de los cuales están ahora sin funcionar, mientras el resto produce un promedio de trescientas toneladas diarias por horno. Yo tengo veinte que trabajan a toda su capacidad, produciendo setecientas cincuenta toneladas de metal Rearden por horno por día. Entre los dos poseemos, pues, ochenta altos hornos, con una totalidad de producción “unificada” de 27 mil toneladas, lo que representa 337,5 toneladas por horno. Las quince mil toneladas diarias que produzco me pagarán como si fueran 6.750, mientras que por sus 12.000, Boyle recibirá el equivalente a 20.250. No tengo en cuenta a los otros miembros del fondo común, porque no influirán más que en rebajar aún más el porcentaje, ya que la mayoría de ellos trabaja peor que Boyle, y ninguno produce tanto como yo. ¿Cuánto tiempo creen que voy a durar bajo ese plan?
No hubo respuesta y luego Lawson exclamó súbitamente con expresión de rectitud:
–¡En tiempos de peligro nacional, es su deber servir, sufrir, y trabajar para la salvación del país!
–No comprendo de qué manera las transferencias de mis ganancias al bolsillo de Orren Boyle contribuirán a salvar el país.
–¡Usted debe hacer determinados sacrificios en beneficio público!
–No comprendo por qué Orren Boyle es más “público” que yo.
–¡Oh! No tiene nada que ver con el señor Boyle. Se trata de algo muy amplio, que abarca a más de una persona. Hay que proteger los recursos naturales y las fábricas y proteger todas las instalaciones industriales del país. No podemos permitir que quiebre una organización tan importante como la del señor Boyle. La nación la necesita.
–Yo creo –dijo Rearden lentamente– que el país me necesita a mí mucho más que a Orren Boyle.
–¡Desde luego!- exclamó Lawson con entusiasmo-. El país lo necesita a usted, señor Rearden. Se da cuenta, ¿verdad?
Pero el ávido placer de Lawson ante aquella fórmula familiar de autoinmolación desapareció bruscamente al escuchar la voz de Rearden, una voz fría, de comerciante:
–Sí, me doy cuenta.
–No se trata sólo de Boyle –insistió Holloway, suplicante–. La economía nacional no está en condiciones de soportar una dislocación de gran alcance. Hay miles de obreros trabajando en las fábricas de Boyle y también proveedores y clientes. ¿Qué les ocurriría si Associated Steel quebrara?
–¿Y qué sucederá a los miles de mis obreros, proveedores y clientes si soy yo el que quiebra?
–¿Usted, señor Rearden? –preguntó Holloway, incrédulo–.¡Pero si usted es el industrial más rico, seguro y fuerte del país en estos momentos!
–¿Y qué puede ocurrir más adelante?
–¿Cómo?
–¿Cuánto tiempo creen que podré trabajar a pérdida?
–¡Oh, señor Rearden! ¡Tengo plena confianza en usted!
–¡Al diablo con su confianza! ¿Cómo quieren que lo haga?
–¡Ya encontrará algún modo!
–¿Cómo?
No hubo respuesta.
–No podemos teorizar sobre el futuro –exclamó Wesley Mouch– cuando hay un colapso nacional inmediato que evitar. ¡Hay que salvar la economía nacional! ¡Tenemos que hacer algo! –La imperturbable mirada de curiosidad de Rearden le hizo perder los estribos.– ¿Es que tiene alguna solución mejor para ofrecernos?
–Desde luego –contestó enseguida–. Si es producción lo que desean, déjennos el camino libre, destruyan todas sus condenadas disposiciones, permitan que Orren Boyle se arruine y déjenme comprar Associated Steel. A partir de ese momento, cada uno de sus sesenta hornos producirá mil toneladas diarias.
–¡Oh! Pero es que… no podemos –jadeó Mouch–. Se trataría de un monopolio. Rearden rió.
–De acuerdo –dijo con indiferencia–. En ese caso, permitan que el supervisor de mis hornos sea quien haga la compra. Hará un mejor trabajo que Boyle.
–¡Oh! Pero eso sería permitir a los fuertes aprovecharse de los débiles. ¡No podemos consentirlo!
–Entonces no hablen de salvar la economía nacional.
–Todo lo que deseamos es… –se interrumpió.
–Todo lo que desean es una producción sin hombres capaces de producir, ¿verdad?
–Eso es… eso es teoría pura. Una exageración teórica. Lo que pretendemos es un ajuste temporario.
–Llevan ustedes años haciendo estos ajustes temporarios. ¿No se dan cuenta de que no les queda ya más tiempo?
–Eso es sólo… –su voz se fue apagando, hasta dejar de oírse.
–Bien, fíjese en esto –dijo precavidamente Holloway -. No se trata de que el señor Boyle sea realmente… débil. El señor Boyle es un hombre de gran inteligencia, lo que ocurre es que ha sufrido algunos reveses desafortunados, totalmente imposibles de controlar. Había invertido enormes sumas en un gran proyecto, para asistir a los países económicamente en vías de desarrollo de Sudamérica, y la crisis del cobre ha representado un grave golpe financiero para él. Se trata sólo de darle la oportunidad de reponerse, de darle una mano que lo ayude a salvar ese hueco, un poco de ayuda temporaria, nada más. Lo que tenemos que hacer es nivelar los sacrificios y, a partir de entonces, todo el mundo se recuperará y prosperará.
–Ustedes han venido nivelando los sacrificios desde hace más de cien… –se detuvo–… desde hace más de mil años –articuló Rearden lentamente- . ¿No se dan cuenta de que han llegado al final del camino?
–¡Eso es sólo teoría! – exclamó Wesley Mouch.
Rearden sonrió.
–Conozco sus procedimientos –dijo suavemente–. Ahora son sus teorías las que trato de comprender.
No dejaba de intuir que el motivo específico, oculto tras el insensato plan, era Orren Boyle, y que un intrincada mecanismo de extorsión, amenaza, presión y chantaje, similar a una calculadora irracional que se hubiera vuelto loca y realizara operaciones descabelladas, había contribuido a incrementar la presión ejercida por Boyle sobre aquellos hombres a fin de forzarlos a la entrega de la última pieza de su saqueo. Sabía también que Boyle no era la causa ni el elemento esencial a considerar, sino tan sólo un usuario oportunista. No era Boyle quien había creado ni hecho posible la máquina infernal que ponía en peligro al mundo, ni tampoco ninguno de los hombres reunidos en aquella habitación. Todos viajaban en un vehículo sin conductor y sabían que acabaría desbarrancándose en su abismo final. Y no era amor ni miedo hacia Boyle lo que los hacía aferrarse a su ruta y seguir avanzando, sino algo distinto: un elemento, todavía sin nombre, que conocían, pero que trataban de evitar; algo que nada tenía que ver con la reflexión o la esperanza; algo que Rearden identificaba como cierta expresión en sus rostros; una expresión furtiva que parecía decir: "Yo puedo salir del paso". Hank pensó: "¿Y por qué creen que pueden?".
–¡No podemos permitirnos teorías! –repitió Wesley Mouch-. Tenemos que actuar.
– Bueno, entonces voy a ofrecerles otra solución. ¿Por qué no confiscan más fundiciones y listo?
La sacudida que los estremeció fue producto de un auténtico terror.
–¡Oh! ¡No! –jadeó Mouch.
–¡Ni pensarlo! –exclamó Holloway.
–¡Somos partidarios de la libre empresa! –gritó el Dr. Ferris.
–¡No queremos perjudicarlo! –añadió Lawson, alterado–. Somos sus amigos, señor Rearden. ¿No podríamos actuar juntos? Somos amigos suyos.
Al otro lado de la habitación había una mesita con un teléfono, la misma mesa y probablemente el mismo teléfono sobre los cuales otro hombre se había inclinado hacía tiempo, alguien que ya entonces comprendía lo que Rearden empezaba a comprender y que había rehusado satisfacer la petición que ahora él negaba a los actuales ocupantes del aposento. Ambos vivían el final de aquella lucha y Hank podía ver el rostro torturado de Francisco y oír sus desesperadas palabras: “Señor Rearden, le juro… por la mujer que amo… que soy su amigo”.
Tal fue el hecho que entonces calificó de traición, y ése el hombre al que había rechazado, para seguir sirviendo a los que ahora se enfrentaban a él. ¿Entonces, quién había sido el traidor? Lo pensó casi sin sentir nada, sin derecho a sentir, inconsciente de todo lo que no fuera una solemne y reverente claridad. ¿Quién había otorgado a sus actuales ocupantes los medios para obtener aquella habitación? ¿Quién había sido sacrificado y en provecho de quién?
–¡Señor Rearden! –gimió Lawson–. ¿Qué le ocurre?
Volvió la cabeza y al percibir las temerosas pupilas de Lawson, adivinó lo que éste había visto en su cara.
–¡No queremos ocupar sus fundiciones!- gritó Mouch.
–¡No queremos privarlo de su propiedad! –exclamó Ferris–. No nos comprende.
– Empiezo a entenderlos.
Se dijo que un año atrás lo hubieran asesinado; dos años atrás habrían confiscado sus propiedades; generaciones antes, pensó, hombres de esta calaña se habían podido permitir el lujo de cometer expropiaciones y asesinatos, con la seguridad de fingir ante sí mismos y ante sus víctimas que el botín material era su único objetivo. Pero el tiempo se les estaba acabando y las víctimas habían desaparecido antes de lo que pudiera prometer cualquier cálculo histórico, y ellos, los saqueadores, se encontraban ahora en la necesidad de enfrentarse a la realidad indiscutible de su objetivo.
–Escuchen –dijo Rearden, cansado–. Sé lo que desean. Quieren comerse mis fundiciones y, al mismo tiempo, tenerlas. Y todo lo que quiero saber es qué les hace suponer que es posible.
–No sé a qué se refiere –contestó Mouch, ofendido–. Ya hemos dicho que no queremos sus plantas.
–Bien. Lo diré de un modo más preciso: quieren devorarme y al mismo tiempo contar conmigo. ¿Cómo piensan lograrlo?
–No sé cómo puede decir tal cosa, luego que le aseguramos que los consideramos un elemento de importancia incalculable para el país, para la industria del acero, para…
–Les creo. Por eso este enigma resulta aún más difícil. ¿Me consideran de importancia incalculable para el país? ¡Por Dios! Me consideran de importancia incalculable hasta para sus propias vidas. Permanecen ahí sentados, temblorosos, porque saben que soy el último capaz de salvarles la vida, y porque saben también que queda poco tiempo. Sin embargo, proponen un plan para destruirme; un plan que me exige, sin lugar a dudas, sin rodeos o escapatorias, que trabaje a pérdida, que trabaje aunque cada tonelada que consiga me cueste más de lo que sacaré de ella; que mande al diablo mi riqueza, hasta que todos juntos nos muramos de hambre. Semejante irresponsabilidad no es posible en ningún hombre, ni siquiera en un saqueador. Pero para haberlo ideado, ustedes deben contar con algo. ¿Con qué cuentan?
Observó la mirada de fastidio que se pintaba en sus caras, una expresión peculiar, dotada de cierto aire secreto y al mismo tiempo resentido, como si increíblemente, fuese él quien les ocultara algo.
–No comprendo por qué adopta una actitud tan derrotista –dijo sobriamente Mouch.
–¿Derrotista? ¿Creen verdaderamente que puedo seguir trabajando dentro de ese plan?
–¡Pero se trata de una medida temporaria!
–No existen suicidios temporarios.
–¡Sólo se ejercerá mientras dure la situación de emergencia! ¡Sólo hasta que el país se recupere!
–¿Y cómo quieren que ocurra tal recuperación?
No hubo respuesta.
–¿Cómo esperan que yo produzca, después de que haya quebrado?
–Usted no quebrará. Usted producirá siempre –dijo el Dr. Ferris indiferente, ni alabándolo ni increpándolo, simplemente en el tono de quien declara un hecho natural, como si hubiera dicho a otro: “Siempre será un holgazán. No puede evitarlo, lo lleva en la sangre”. O, para ser más científico, “Usted está condicionado a ser de ese modo”.
Rearden se irguió. Era como si hubiese estado luchando por encontrar la combinación secreta de una cerradura y, de pronto, en aquellas palabras, hubiera distinguido el leve chasquido indicador de que acababa de dar con ella.
–Simplemente es cuestión de sobrellevar la crisis –indicó Mouch–, de dar un respiro al pueblo, una posibilidad de recuperarse.
–¿Y luego?
–Las cosas mejorarán.
–¿Cómo?
No hubo respuesta.
–¿Qué las mejorará?
–¡Por Dios, señor Rearden! La gente no se queda quieta –exclamó Holloway–. Hacen cosas, crecen, avanzan.
–¿Qué gente?
Holloway agitó levemente la mano.
–El pueblo –dijo.
–Pero, ¿qué pueblo? ¿El pueblo al que ustedes van a proporcionar lo que queda de Rearden Steel sin conseguir nada a cambio? ¿La gente que seguirá consumiendo más de lo que produce?
–Las condiciones cambiarán.
–¿Quién las cambiará?
No hubo respuesta.
–¿Les queda algo por saquear? Si antes no se dieron cuenta de la naturaleza de su política, puede que no lo hagan ahora. Miren a su alrededor. Todos esos malditos Estados populares desparramados por la Tierra, han venido existiendo tan sólo gracias a lo que ustedes exprimieron a este país. Pero no les queda ya nada que extraer o de qué valerse, ningún país sobre la faz de la Tierra. Éste era el más grande y el último. Lo han dejado sin sangre, lo ordeñaron por completo, y yo soy el único y último resto del esplendor que alguna vez tuvo y que ya no puede recuperar. ¿Qué harán ustedes y su mundo de Estados populares cuando hayan acabado conmigo? ¿En qué confían? ¿Qué ven en el futuro, excepto pura y simple hambruna animal?
No contestaron, ni siquiera lo miraban. En sus caras se pintaba un obstinado resentimiento, como si sus palabras contuvieran la promesa de un mentiroso.
Luego Lawson dijo suavemente, reprochándole aquello y despreciándolo a la vez:
–Después de todo, ustedes, los empresarios, llevan años y años prediciendo desastres. Han advertido catástrofes luego de cada medida progresista, y siempre aseguraron que pereceríamos. Pero no fue así.
Inició una sonrisa, pero se interrumpió al observar la repentina intensidad que se pintaba en los ojos de Rearden. Éste había escuchado otro leve chasquido en su mente, más fuerte que el anterior: el segundo cilindro había conectado la combinación de la cerradura. Se inclinó hacia delante.
–¿Con qué cuentan? – preguntó. Su tono había cambiado, ahora era bajo y sonaba de un modo regular con el sonido persistente de una perforadora.
–¡Sólo es cuestión de ganar tiempo! –exclamó Mouch.
–Ya no tenemos más tiempo.
–Necesitamos una oportunidad –dijo Lawson.
–Ya no hay oportunidades.
–¡Sólo hasta que nos recuperemos! –gritó Holloway.
–No hay modo de recuperarse.
–Hasta que nuestra política empiece a dar resultado –agregó Ferris.
–No hay modo de que lo irracional funcione. –No hubo respuesta. – ¿Qué puede ya salvarlos?
–¡Usted hará algo! –exclamó James Taggart.
Entonces, aunque se trataba de una frase que había escuchado muchas veces en el transcurso de su vida, esta vez provocó un estallido ensordecedor en su interior, como si la puerta de acero se hubiese abierto luego de colocarse en su sitio el cilindro final, completando con su minúscula numeración la suma de un todo que servía para abrir el cerrojo complejo. La respuesta unía todas las piezas; tanto las preguntas formuladas como las heridas sin resolver en su existencia.
En el momento de silencio que siguió, tuvo la impresión de escuchar la voz de Francisco preguntándolo también ahora, en el recinto en que se hallaban: "¿Quién es el más culpable de los aquí reunidos?". En el pasado había respondido: "Supongo que… James Taggart", y Francisco, sin reproche, había disentido: "No, señor Rearden, no es James Taggart". Ahora, en esta habitación y en el presente instante, su mente respondió: "Soy yo".
Había maldecido a estos saqueadores por su obstinada ceguera, y era él quien la había hecho posible. Desde la primera extorsión que aceptara, desde la primera disposición que obedeciera, les había dado motivos para creer que la realidad era algo a lo que podían engañar; que podía exigirse lo irracional y que alguien lo aportaría de un modo u otro. Si había aceptado la ley de Igualación de Oportunidades; si había aceptado el decreto 10-289; si había acatado la regla según la cual aquéllos que no igualaban sus cualidades tenían el derecho a disponer de ellas. Si aquéllos que no habían sabido ganarse la vida obtenían beneficios y, en cambio, los otros sólo experimentaban pérdidas; si los incapaces de pensar eran quienes mandaban y los otros quienes obedecían… ¿eran ilógicos al creer que vivían en un universo irracional? Él había obrado en beneficio de ellos y había aportado todo lo que le pidieron. ¿Eran ilógicos al creer que sólo tenían que desear sin preocuparse por lo posible, mientras él estaba destinado a atender sus deseos, por medios que no se tomaban la molestia de conocer ni de nombrar? Aquellos impotentes místicos, luchando por escapar de la responsabilidad de la razón ¿sabían que él, el racionalista, se doblegaba a sus caprichos; que les había entregado un cheque en blanco sobre la realidad?... ¿Qué no debía preguntar por qué, ni ellos, cómo? Le exigirían que entregase una parte de su riqueza, luego todo cuanto tuviese y, más tarde, incluso más que eso… ¿Imposible?... No. Él haría algo.
No se dio cuenta de que se había puesto de pie y que contemplaba desde su altura a James Taggart, viendo en la acusada descomposición de sus facciones la respuesta a todas las destrucciones presenciadas en el curso de su vida.
–¿Qué le ocurre, señor Rearden? ¿Qué he dicho? –preguntaba Taggart con creciente ansiedad, pero la mente de Hank se hallaba fuera del alcance de su voz.
Estaba contemplando el paso de los años, las monstruosas extorsiones, las imposibles demandas, las inexplicables victorias del mal, los absurdos planes y los ininteligibles objetivos proclamados en volúmenes de fangosa filosofía. La desesperada perplejidad de las víctimas, según las cuales alguna malévola y compleja sabiduría movía las fuerzas destructoras del mundo. Y todo eso había descansado sobre una condición evidenciada ahora en los vacilantes ojos de los vencedores: "¡Él hará algo! ¡Saldremos del apuro! ¡Él hará algo!".
"Ustedes, los empresarios, se lo pasan predicando que pereceremos." Era cierto, pensó. No habían sido ciegos a la realidad, pero él sí, ciego a la realidad que él mismo se había creado. No, no habían perecido. ¿Pero quién sí? ¿Quién pereció para pagar aquella supervivencia? Ellys Wyatt… Ken Danagger… Francisco d`Anconia.
Hizo una pausa, y añadió:
–Eso es todo, señor Rearden. – Y al no obtener respuesta, siguió: –¡Oh! Desde luego, habrá que eliminar muchos obstáculos, pero… ése es el proyecto.
Fuese cual fuere la reacción que esperaran, la de Rearden no pudo menos que confundirlos. Se reclinó en su sillón con mirada atenta, fija en el espacio, como si contemplara algo bastante próximo. Luego, con cierta extraña nota burlona, tranquila y personal, preguntó:
–¿Quieren decirme tan sólo una cosa, muchachos? ¿Con qué cuentan para ello?
Sabía que lo habían entendido porque observó en sus caras esa expresión terca y evasiva que en otros tiempos consideró propia de los mentirosos que engañan a sus víctimas, pero que ahora sabía que era algo peor: la de quien se engaña a sí mismo y a su propia conciencia. No contestaron, guardaron silencio, esforzándose no en hacerle olvidar su pregunta, sino en olvidar ellos que la habían escuchado.
–¡Es un plan muy sensato! –exclamó de improviso James Taggart, con un dejo de animación–.¡Funcionará! ¡Tiene que funcionar! ¡Queremos que funcione!
Nadie le contestó.
–¿Señor Rearden…? –preguntó Holloway tímidamente.
–Veamos –dijo éste–, Associated Steel, de Orren Boyle, posee sesenta altos hornos, un tercio de los cuales están ahora sin funcionar, mientras el resto produce un promedio de trescientas toneladas diarias por horno. Yo tengo veinte que trabajan a toda su capacidad, produciendo setecientas cincuenta toneladas de metal Rearden por horno por día. Entre los dos poseemos, pues, ochenta altos hornos, con una totalidad de producción “unificada” de 27 mil toneladas, lo que representa 337,5 toneladas por horno. Las quince mil toneladas diarias que produzco me pagarán como si fueran 6.750, mientras que por sus 12.000, Boyle recibirá el equivalente a 20.250. No tengo en cuenta a los otros miembros del fondo común, porque no influirán más que en rebajar aún más el porcentaje, ya que la mayoría de ellos trabaja peor que Boyle, y ninguno produce tanto como yo. ¿Cuánto tiempo creen que voy a durar bajo ese plan?
No hubo respuesta y luego Lawson exclamó súbitamente con expresión de rectitud:
–¡En tiempos de peligro nacional, es su deber servir, sufrir, y trabajar para la salvación del país!
–No comprendo de qué manera las transferencias de mis ganancias al bolsillo de Orren Boyle contribuirán a salvar el país.
–¡Usted debe hacer determinados sacrificios en beneficio público!
–No comprendo por qué Orren Boyle es más “público” que yo.
–¡Oh! No tiene nada que ver con el señor Boyle. Se trata de algo muy amplio, que abarca a más de una persona. Hay que proteger los recursos naturales y las fábricas y proteger todas las instalaciones industriales del país. No podemos permitir que quiebre una organización tan importante como la del señor Boyle. La nación la necesita.
–Yo creo –dijo Rearden lentamente– que el país me necesita a mí mucho más que a Orren Boyle.
–¡Desde luego!- exclamó Lawson con entusiasmo-. El país lo necesita a usted, señor Rearden. Se da cuenta, ¿verdad?
Pero el ávido placer de Lawson ante aquella fórmula familiar de autoinmolación desapareció bruscamente al escuchar la voz de Rearden, una voz fría, de comerciante:
–Sí, me doy cuenta.
–No se trata sólo de Boyle –insistió Holloway, suplicante–. La economía nacional no está en condiciones de soportar una dislocación de gran alcance. Hay miles de obreros trabajando en las fábricas de Boyle y también proveedores y clientes. ¿Qué les ocurriría si Associated Steel quebrara?
–¿Y qué sucederá a los miles de mis obreros, proveedores y clientes si soy yo el que quiebra?
–¿Usted, señor Rearden? –preguntó Holloway, incrédulo–.¡Pero si usted es el industrial más rico, seguro y fuerte del país en estos momentos!
–¿Y qué puede ocurrir más adelante?
–¿Cómo?
–¿Cuánto tiempo creen que podré trabajar a pérdida?
–¡Oh, señor Rearden! ¡Tengo plena confianza en usted!
–¡Al diablo con su confianza! ¿Cómo quieren que lo haga?
–¡Ya encontrará algún modo!
–¿Cómo?
No hubo respuesta.
–No podemos teorizar sobre el futuro –exclamó Wesley Mouch– cuando hay un colapso nacional inmediato que evitar. ¡Hay que salvar la economía nacional! ¡Tenemos que hacer algo! –La imperturbable mirada de curiosidad de Rearden le hizo perder los estribos.– ¿Es que tiene alguna solución mejor para ofrecernos?
–Desde luego –contestó enseguida–. Si es producción lo que desean, déjennos el camino libre, destruyan todas sus condenadas disposiciones, permitan que Orren Boyle se arruine y déjenme comprar Associated Steel. A partir de ese momento, cada uno de sus sesenta hornos producirá mil toneladas diarias.
–¡Oh! Pero es que… no podemos –jadeó Mouch–. Se trataría de un monopolio. Rearden rió.
–De acuerdo –dijo con indiferencia–. En ese caso, permitan que el supervisor de mis hornos sea quien haga la compra. Hará un mejor trabajo que Boyle.
–¡Oh! Pero eso sería permitir a los fuertes aprovecharse de los débiles. ¡No podemos consentirlo!
–Entonces no hablen de salvar la economía nacional.
–Todo lo que deseamos es… –se interrumpió.
–Todo lo que desean es una producción sin hombres capaces de producir, ¿verdad?
–Eso es… eso es teoría pura. Una exageración teórica. Lo que pretendemos es un ajuste temporario.
–Llevan ustedes años haciendo estos ajustes temporarios. ¿No se dan cuenta de que no les queda ya más tiempo?
–Eso es sólo… –su voz se fue apagando, hasta dejar de oírse.
–Bien, fíjese en esto –dijo precavidamente Holloway -. No se trata de que el señor Boyle sea realmente… débil. El señor Boyle es un hombre de gran inteligencia, lo que ocurre es que ha sufrido algunos reveses desafortunados, totalmente imposibles de controlar. Había invertido enormes sumas en un gran proyecto, para asistir a los países económicamente en vías de desarrollo de Sudamérica, y la crisis del cobre ha representado un grave golpe financiero para él. Se trata sólo de darle la oportunidad de reponerse, de darle una mano que lo ayude a salvar ese hueco, un poco de ayuda temporaria, nada más. Lo que tenemos que hacer es nivelar los sacrificios y, a partir de entonces, todo el mundo se recuperará y prosperará.
–Ustedes han venido nivelando los sacrificios desde hace más de cien… –se detuvo–… desde hace más de mil años –articuló Rearden lentamente- . ¿No se dan cuenta de que han llegado al final del camino?
–¡Eso es sólo teoría! – exclamó Wesley Mouch.
Rearden sonrió.
–Conozco sus procedimientos –dijo suavemente–. Ahora son sus teorías las que trato de comprender.
No dejaba de intuir que el motivo específico, oculto tras el insensato plan, era Orren Boyle, y que un intrincada mecanismo de extorsión, amenaza, presión y chantaje, similar a una calculadora irracional que se hubiera vuelto loca y realizara operaciones descabelladas, había contribuido a incrementar la presión ejercida por Boyle sobre aquellos hombres a fin de forzarlos a la entrega de la última pieza de su saqueo. Sabía también que Boyle no era la causa ni el elemento esencial a considerar, sino tan sólo un usuario oportunista. No era Boyle quien había creado ni hecho posible la máquina infernal que ponía en peligro al mundo, ni tampoco ninguno de los hombres reunidos en aquella habitación. Todos viajaban en un vehículo sin conductor y sabían que acabaría desbarrancándose en su abismo final. Y no era amor ni miedo hacia Boyle lo que los hacía aferrarse a su ruta y seguir avanzando, sino algo distinto: un elemento, todavía sin nombre, que conocían, pero que trataban de evitar; algo que nada tenía que ver con la reflexión o la esperanza; algo que Rearden identificaba como cierta expresión en sus rostros; una expresión furtiva que parecía decir: "Yo puedo salir del paso". Hank pensó: "¿Y por qué creen que pueden?".
–¡No podemos permitirnos teorías! –repitió Wesley Mouch-. Tenemos que actuar.
– Bueno, entonces voy a ofrecerles otra solución. ¿Por qué no confiscan más fundiciones y listo?
La sacudida que los estremeció fue producto de un auténtico terror.
–¡Oh! ¡No! –jadeó Mouch.
–¡Ni pensarlo! –exclamó Holloway.
–¡Somos partidarios de la libre empresa! –gritó el Dr. Ferris.
–¡No queremos perjudicarlo! –añadió Lawson, alterado–. Somos sus amigos, señor Rearden. ¿No podríamos actuar juntos? Somos amigos suyos.
Al otro lado de la habitación había una mesita con un teléfono, la misma mesa y probablemente el mismo teléfono sobre los cuales otro hombre se había inclinado hacía tiempo, alguien que ya entonces comprendía lo que Rearden empezaba a comprender y que había rehusado satisfacer la petición que ahora él negaba a los actuales ocupantes del aposento. Ambos vivían el final de aquella lucha y Hank podía ver el rostro torturado de Francisco y oír sus desesperadas palabras: “Señor Rearden, le juro… por la mujer que amo… que soy su amigo”.
Tal fue el hecho que entonces calificó de traición, y ése el hombre al que había rechazado, para seguir sirviendo a los que ahora se enfrentaban a él. ¿Entonces, quién había sido el traidor? Lo pensó casi sin sentir nada, sin derecho a sentir, inconsciente de todo lo que no fuera una solemne y reverente claridad. ¿Quién había otorgado a sus actuales ocupantes los medios para obtener aquella habitación? ¿Quién había sido sacrificado y en provecho de quién?
–¡Señor Rearden! –gimió Lawson–. ¿Qué le ocurre?
Volvió la cabeza y al percibir las temerosas pupilas de Lawson, adivinó lo que éste había visto en su cara.
–¡No queremos ocupar sus fundiciones!- gritó Mouch.
–¡No queremos privarlo de su propiedad! –exclamó Ferris–. No nos comprende.
– Empiezo a entenderlos.
Se dijo que un año atrás lo hubieran asesinado; dos años atrás habrían confiscado sus propiedades; generaciones antes, pensó, hombres de esta calaña se habían podido permitir el lujo de cometer expropiaciones y asesinatos, con la seguridad de fingir ante sí mismos y ante sus víctimas que el botín material era su único objetivo. Pero el tiempo se les estaba acabando y las víctimas habían desaparecido antes de lo que pudiera prometer cualquier cálculo histórico, y ellos, los saqueadores, se encontraban ahora en la necesidad de enfrentarse a la realidad indiscutible de su objetivo.
–Escuchen –dijo Rearden, cansado–. Sé lo que desean. Quieren comerse mis fundiciones y, al mismo tiempo, tenerlas. Y todo lo que quiero saber es qué les hace suponer que es posible.
–No sé a qué se refiere –contestó Mouch, ofendido–. Ya hemos dicho que no queremos sus plantas.
–Bien. Lo diré de un modo más preciso: quieren devorarme y al mismo tiempo contar conmigo. ¿Cómo piensan lograrlo?
–No sé cómo puede decir tal cosa, luego que le aseguramos que los consideramos un elemento de importancia incalculable para el país, para la industria del acero, para…
–Les creo. Por eso este enigma resulta aún más difícil. ¿Me consideran de importancia incalculable para el país? ¡Por Dios! Me consideran de importancia incalculable hasta para sus propias vidas. Permanecen ahí sentados, temblorosos, porque saben que soy el último capaz de salvarles la vida, y porque saben también que queda poco tiempo. Sin embargo, proponen un plan para destruirme; un plan que me exige, sin lugar a dudas, sin rodeos o escapatorias, que trabaje a pérdida, que trabaje aunque cada tonelada que consiga me cueste más de lo que sacaré de ella; que mande al diablo mi riqueza, hasta que todos juntos nos muramos de hambre. Semejante irresponsabilidad no es posible en ningún hombre, ni siquiera en un saqueador. Pero para haberlo ideado, ustedes deben contar con algo. ¿Con qué cuentan?
Observó la mirada de fastidio que se pintaba en sus caras, una expresión peculiar, dotada de cierto aire secreto y al mismo tiempo resentido, como si increíblemente, fuese él quien les ocultara algo.
–No comprendo por qué adopta una actitud tan derrotista –dijo sobriamente Mouch.
–¿Derrotista? ¿Creen verdaderamente que puedo seguir trabajando dentro de ese plan?
–¡Pero se trata de una medida temporaria!
–No existen suicidios temporarios.
–¡Sólo se ejercerá mientras dure la situación de emergencia! ¡Sólo hasta que el país se recupere!
–¿Y cómo quieren que ocurra tal recuperación?
No hubo respuesta.
–¿Cómo esperan que yo produzca, después de que haya quebrado?
–Usted no quebrará. Usted producirá siempre –dijo el Dr. Ferris indiferente, ni alabándolo ni increpándolo, simplemente en el tono de quien declara un hecho natural, como si hubiera dicho a otro: “Siempre será un holgazán. No puede evitarlo, lo lleva en la sangre”. O, para ser más científico, “Usted está condicionado a ser de ese modo”.
Rearden se irguió. Era como si hubiese estado luchando por encontrar la combinación secreta de una cerradura y, de pronto, en aquellas palabras, hubiera distinguido el leve chasquido indicador de que acababa de dar con ella.
–Simplemente es cuestión de sobrellevar la crisis –indicó Mouch–, de dar un respiro al pueblo, una posibilidad de recuperarse.
–¿Y luego?
–Las cosas mejorarán.
–¿Cómo?
No hubo respuesta.
–¿Qué las mejorará?
–¡Por Dios, señor Rearden! La gente no se queda quieta –exclamó Holloway–. Hacen cosas, crecen, avanzan.
–¿Qué gente?
Holloway agitó levemente la mano.
–El pueblo –dijo.
–Pero, ¿qué pueblo? ¿El pueblo al que ustedes van a proporcionar lo que queda de Rearden Steel sin conseguir nada a cambio? ¿La gente que seguirá consumiendo más de lo que produce?
–Las condiciones cambiarán.
–¿Quién las cambiará?
No hubo respuesta.
–¿Les queda algo por saquear? Si antes no se dieron cuenta de la naturaleza de su política, puede que no lo hagan ahora. Miren a su alrededor. Todos esos malditos Estados populares desparramados por la Tierra, han venido existiendo tan sólo gracias a lo que ustedes exprimieron a este país. Pero no les queda ya nada que extraer o de qué valerse, ningún país sobre la faz de la Tierra. Éste era el más grande y el último. Lo han dejado sin sangre, lo ordeñaron por completo, y yo soy el único y último resto del esplendor que alguna vez tuvo y que ya no puede recuperar. ¿Qué harán ustedes y su mundo de Estados populares cuando hayan acabado conmigo? ¿En qué confían? ¿Qué ven en el futuro, excepto pura y simple hambruna animal?
No contestaron, ni siquiera lo miraban. En sus caras se pintaba un obstinado resentimiento, como si sus palabras contuvieran la promesa de un mentiroso.
Luego Lawson dijo suavemente, reprochándole aquello y despreciándolo a la vez:
–Después de todo, ustedes, los empresarios, llevan años y años prediciendo desastres. Han advertido catástrofes luego de cada medida progresista, y siempre aseguraron que pereceríamos. Pero no fue así.
Inició una sonrisa, pero se interrumpió al observar la repentina intensidad que se pintaba en los ojos de Rearden. Éste había escuchado otro leve chasquido en su mente, más fuerte que el anterior: el segundo cilindro había conectado la combinación de la cerradura. Se inclinó hacia delante.
–¿Con qué cuentan? – preguntó. Su tono había cambiado, ahora era bajo y sonaba de un modo regular con el sonido persistente de una perforadora.
–¡Sólo es cuestión de ganar tiempo! –exclamó Mouch.
–Ya no tenemos más tiempo.
–Necesitamos una oportunidad –dijo Lawson.
–Ya no hay oportunidades.
–¡Sólo hasta que nos recuperemos! –gritó Holloway.
–No hay modo de recuperarse.
–Hasta que nuestra política empiece a dar resultado –agregó Ferris.
–No hay modo de que lo irracional funcione. –No hubo respuesta. – ¿Qué puede ya salvarlos?
–¡Usted hará algo! –exclamó James Taggart.
Entonces, aunque se trataba de una frase que había escuchado muchas veces en el transcurso de su vida, esta vez provocó un estallido ensordecedor en su interior, como si la puerta de acero se hubiese abierto luego de colocarse en su sitio el cilindro final, completando con su minúscula numeración la suma de un todo que servía para abrir el cerrojo complejo. La respuesta unía todas las piezas; tanto las preguntas formuladas como las heridas sin resolver en su existencia.
En el momento de silencio que siguió, tuvo la impresión de escuchar la voz de Francisco preguntándolo también ahora, en el recinto en que se hallaban: "¿Quién es el más culpable de los aquí reunidos?". En el pasado había respondido: "Supongo que… James Taggart", y Francisco, sin reproche, había disentido: "No, señor Rearden, no es James Taggart". Ahora, en esta habitación y en el presente instante, su mente respondió: "Soy yo".
Había maldecido a estos saqueadores por su obstinada ceguera, y era él quien la había hecho posible. Desde la primera extorsión que aceptara, desde la primera disposición que obedeciera, les había dado motivos para creer que la realidad era algo a lo que podían engañar; que podía exigirse lo irracional y que alguien lo aportaría de un modo u otro. Si había aceptado la ley de Igualación de Oportunidades; si había aceptado el decreto 10-289; si había acatado la regla según la cual aquéllos que no igualaban sus cualidades tenían el derecho a disponer de ellas. Si aquéllos que no habían sabido ganarse la vida obtenían beneficios y, en cambio, los otros sólo experimentaban pérdidas; si los incapaces de pensar eran quienes mandaban y los otros quienes obedecían… ¿eran ilógicos al creer que vivían en un universo irracional? Él había obrado en beneficio de ellos y había aportado todo lo que le pidieron. ¿Eran ilógicos al creer que sólo tenían que desear sin preocuparse por lo posible, mientras él estaba destinado a atender sus deseos, por medios que no se tomaban la molestia de conocer ni de nombrar? Aquellos impotentes místicos, luchando por escapar de la responsabilidad de la razón ¿sabían que él, el racionalista, se doblegaba a sus caprichos; que les había entregado un cheque en blanco sobre la realidad?... ¿Qué no debía preguntar por qué, ni ellos, cómo? Le exigirían que entregase una parte de su riqueza, luego todo cuanto tuviese y, más tarde, incluso más que eso… ¿Imposible?... No. Él haría algo.
No se dio cuenta de que se había puesto de pie y que contemplaba desde su altura a James Taggart, viendo en la acusada descomposición de sus facciones la respuesta a todas las destrucciones presenciadas en el curso de su vida.
–¿Qué le ocurre, señor Rearden? ¿Qué he dicho? –preguntaba Taggart con creciente ansiedad, pero la mente de Hank se hallaba fuera del alcance de su voz.
Estaba contemplando el paso de los años, las monstruosas extorsiones, las imposibles demandas, las inexplicables victorias del mal, los absurdos planes y los ininteligibles objetivos proclamados en volúmenes de fangosa filosofía. La desesperada perplejidad de las víctimas, según las cuales alguna malévola y compleja sabiduría movía las fuerzas destructoras del mundo. Y todo eso había descansado sobre una condición evidenciada ahora en los vacilantes ojos de los vencedores: "¡Él hará algo! ¡Saldremos del apuro! ¡Él hará algo!".
"Ustedes, los empresarios, se lo pasan predicando que pereceremos." Era cierto, pensó. No habían sido ciegos a la realidad, pero él sí, ciego a la realidad que él mismo se había creado. No, no habían perecido. ¿Pero quién sí? ¿Quién pereció para pagar aquella supervivencia? Ellys Wyatt… Ken Danagger… Francisco d`Anconia.
14 comentarios:
Ahora, todo lo que hay que hacer es que el pasmo de León lea esto que nos ha traído Ud., caiga del caballo, y entre sollozos pida perdón por lo que ha hecho y, acto seguido, dimita y se retire a un lamasterio.
Tiene bemoles el asunto. ¿No se da Ud. cuenta?
Este panfleto me recuerda a aquellos otros marxistas de cuya lectura gustaba y degustaba en mi tardoadolescencia, versión moderna de los libros de caballerías del XVI:
Escenario donde X es malo e Y es bueno. Y se rebela con justicia contra X y, al final, gana.
La trama de esta especie de poema épico es sencillo: políticas hechas por mezquinos para satisfacer sus intereses y los de sus estúpidos gobernados. Pero un héroe, integrante de una clase iluminada (los empresarios o el proletariado), salva al mundo de su destrucción a manos de aquellos "untermenschen".
A cambio de fumarse este engendro, el lector ve confirmados sus prejuicios ideológicos, su visión en blanco y negro de un mundo donde todo tipo de intervención en la actividad de los mercados es indeseable y toda actividad comercial voluntaria es legítima.
Este simplismo dogmático garantiza la construcción en torno a él de un grupo social políticamente concienciado, liderado por un selecto grupito de avispados "pioneros" que, progresivamente conscientes de los errores y limitaciones implícitos en sus análisis, modifican sus verdaderas ideas a la vez que defienden a capa y espada el dogma en el que ya no creen como consumo necesario de sus seguidores para que así se mantenga la fuente de su poder.
Y si alguno se rebela contra esta farsa, es despreciado y/o represaliado con el asesinato civil.
Así el deseo de verdad del intelectual es estrangulado por su institucionalización, muriendo la verdad y la persona, ganando la propaganda y el colectivo, liberal, socialista o lo que sea.
Daniel, dices que "A cambio de fumarse este engendro, el lector ve confirmados sus prejuicios ideológicos, su visión en blanco y negro de un mundo donde todo tipo de intervención en la actividad de los mercados es indeseable y toda actividad comercial voluntaria es legítima.".
¿Me puedes poner un ejemplo en el que un intercambio voluntario no es legítimo? Y cuidado, porque el que te parezca contrario a tu propia moral no significa que un intercambio sea ilegítimo.
Ya que estás, ponme también un ejemplo de intervención gubernamental en el mercado que sea deseable.
Gracias.
PD: por cierto, ¿la tirria que le tienes a La Rebelión de Atlas tiene algo que ver con la crítica que hace del Cristianismo, así como sus evidentes elementos comunes con el pensamiento marxista?
PD2: a todo esto, no soy ningún dogmático randiano de los que hablas.
Hola Yo mismo,
Yo te respondo, con la venia de Daniel, que me apetece.
a) Ejemplo de intercambio voluntario ilegítimo. Apelando a Nozick, para que una transferencia de una persona a otra sea legítima precisa de (a)ser voluntaria y (b)pertenecer legítimamente al trasnferente. Así, la transmisión voluntaria de propiedad ajena es injusta. También es injusta la trasnferencia voluntaria de derechos inalienables, pues implican la transferencia voluntaria de todo o parte del derecho de autopropiedad del transferente. Sin embargo ello es contrario al valor de autopropiedad, que es el que legitima la apropiación originaria y las transfeencias voluntarias, por lo que es transferencua injusta.
Así, el origen o la naturaleza del objeto pueden hacer que una transferencia voluntaria sea ielgítima. Además, legitimidad es un concepto ético por lo que necesariamente estará determinado por nuestras creencias morales.
b) Ejemplo de intervención gubernamental deseable en el mercado. Toda intervención desarrollada de acuerdo con lo decidido por un parlamento democrático en condiciones ideales de deliberación que esté encaminada a proporcionar a los ciudadanos recursos necesarios para la satisfacción de sus derechos fundamentales. Por ejemplo, intervenciones para asegurar el acceso a seguridad en las calles frente a delitos (sistema público de policía), para asegurar el acceso a conocimientos imprescindibles para ejercer los derechos de participación democrática (sistema público de educación primaria y secundaria, sistema público de medios de comunicación), para asegurar el acceso a recursos necesarios para satisfacer el derecho a la salud (sistema público de sanidad).
Son intervenciones deseables porque compensan su mayor ineficiencia respecto de suminsitros privados con la garantía de cumplimiento de los deberes de justicia de la comunidad para con los ciudadanos. Un sistema de suministro privado sólo provee a quen paga, sin embargo los recursos para satisfacer derechos fundamentales son merecidos por todos. Y la jsuticia debe pesar más en el diseño de políticas que la eficiencia.
Un abrazo,
Eze
"Yo mismo":
Eze te ha respondido cumplidamente desde una perspectiva estrictamente liberal, gracias Eze, :). Yo añadiría más desde el punto de vista católico.
a) Ejemplo de intercambio voluntario ilegítimo (todo aquel que atente contra la intrínseca dignidad humana): canibalismo consentido, prostitución infantil, tráfico de heroína y cocaína, tráfico de influencias, sobornos, relaciones incestuosas pagadas...
Me dices:
"Y cuidado, porque el que te parezca contrario a tu propia moral no significa que un intercambio sea ilegítimo".
Tú consideras que un intercambio es legítimo en base a tu idea de moral (quizás ancap basada en el derecho de autopropiedad), luego no puedes pedirle a otro que deje su moral a un lado para hablar de legitimidad. Todo juicio sobre la legitimidad o ilegitmidad de un acto lleva implícita la asunción de unos presupuestos metaéticos y una doctrina ética.
b) Ejemplo de intervención gubernamental deseable en el mercado: aquellas orientadas a favorecer el desarrollo digno de la persona humana. Además de las citadas por Eze, hablo por ejemplo de prohibir por ley jornadas laborales de 19 horas, establecer un día de descanso semanal,vacaciones pagadas, medidas de seguridad en obra, prohibición de la esclavitud,la poligamia, el aborto, prohibición de monopolios y estructuras colusivas en los mercados...
El pensamiento marxista no tiene nada que ver con el catolicismo, quizás la Escuela de Salamanca tenga algo más que ver con el catolicismo que con el austroliberalismo ¿no?
Tan erudita afirmación quizás proceda de que la "Doctrina Social de la Iglesia" parece que suena a algo así como "social-ismo" y no es tan pro-utopía libre mercado como nos gustaría, pero es que en el mundo real los seres humanos no son sacos de café,comen tres veces al día, son libres, tienen sentimientos, se enfadan, tienen hijos, ideas y algunos hasta fe religiosa católica (vaya fastidio).
A pesar de mi inquina intelectual hacia Rand, he de reconocer que era una estupenda escritora y propagandista: presenta sus opiniones de una forma tan falaz y sofista que resultó ser una digna competidora de los marxistas.
Gracias a los dos por vuestras respuestas!
Básicamente, el problema con vuestra forma de ver el Liberalismo es:
a) Es subjetivo, en el sentido de que si a una persona le parece que algo atenta a la dignidad humana entonces, según vosotros, lo es. Y sólo necesita que una mayoría apoye ese pensamiento para que se convierta en una ley que lo penalice.
Me explico, hablo de subjetivismo en el sentido de que, muy bien, lo que comentáis como degradante para la dignidad humana puede ser razonable. Pero como eso únicamente se trata de una opinión, podemos reducirlo al absurdo, mediante el ejemplo de un sindicalista que opine que un ser humano no tiene dignidad si trabaja más de 20 horas, o gana menos de 40.000€. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre vuestra arbitraria posición y la de esa persona? ¿No veis que ahí comienza la creación indiscriminada de derechos "positivos"? ¿Qué separa exactamente vuestro pensamiento de los socialistas?
Yo sinceramente, veo mucho más razonable establecer que un acto es delictivo cuando existe una agresión física o coerción. Podríais argumentar que es tan arbitrario como cualquier otra definición de delito. Pero no, se trata de un principio objetivo, dado que todas las personas podemos discernir racionalmente si existe una agresión física o coerción contra uno mismo. Quiero decir, una agresión es una evidencia en sí misma, es algo indiscutible. Sin embargo, vuestros principios, por altos que os parezcan, no son más que una opinión, dado que no ha habido violencia o amenazas en la transacción que tanto criticais. Esto es, es el intercambio es voluntario. Negar que esto es así, significa que alguien más sabio sabe lo mejor que es para tí mismo, y eso, lo siento, es totalitarismo y tiene poquisimo que ver con el Liberalismo, lo querais ver o no.
Me parece genial que se haga apología de la moral personal de cada uno (como por ejemplo hacía Rand con su defensa del egoísmo), pero no tenéis el derecho de imponerla mediante el Estado.
b) Es inestable y deriva en el totalitarismo (democrático). Al conceder a una mayoría el derecho de imponer sus ideas o preferencias estais destruyendo los derechos individuales. Cada vez que se crean nuevos derechos positivos, estáis violando los negativos o naturales, propios del ser humano. Decís que existen casos en los que el Estado debe intervenir, pero además de caer en una postura subjetiva como os he comentado antes, esclavizais de esta forma a personas que no han hecho daño alguno, todo por una abstracción como es el bien común. Es decir, caéis en el utilitarismo. "Si el fin es bueno, dan igual los medios". Creo que teneis conocimientos de Historia suficientes para saber cuánta barbarie ha justificado esa frase.
Vuelvo a lo que preguntaba anteriormente: ¿qué os diferencia de los socialistas? ¿En que pensáis que el poder del Estado sólo hay que usarlo en pequeñas dosis? ¿Quién decide cuánto y cómo exactamente? Diréis: el pueblo. Pero no hay más que ver el mundo en el que vivimos para entender que eso sólo conduce a Estados cada vez más hipertrofiados. Sólo hay que ver en qué estado están los Estados Unidos de América, que fue fundada como una quasi-minarquía...
Personalmente me defino como anarco-capitalista, pero hasta hace poquísimo era minarquista, y todo lo que os he argumentado puede sostenerse desde ambas posturas. Por otro lado, por las alusiones que ha hecho Daniel, tengo que decir que considero como Albert Esplugas que el aborto es delictivo y contrario al Liberalismo al negar el derecho a la vida de un ser humano, aunque esté en gestación. Así mismo, cuando digo que todo intercambio voluntario es legítimo me refiero siempre a que los participantes son adultos. Y por último, el derecho de propiedad de uno mismo es irrenunciable, de nuevo como bien defiende Esplugas en algunos artículos.
Por cierto Daniel, supongo que dirás en broma eso de que las vacaciones pagadas son un derecho. Alguien como tú sabrá de sobra que no hay nada gratis en esta vida, así que convendrás en que el empresario ha deducido previamente del sueldo del empleado esas vacaciones "pagadas".
Un saludo a los dos.
PD: sé de más que existe la Escuela de Salamanca ;), y no soy tan simple como para considerar socialista la doctrina social de la Iglesia porque contenga la susodicha palabra... Lo que debería hacer la Iglesia, si a eso vamos, es concentrar sus esfuerzos en promover la caridad voluntaria, y apartar a los gobiernos de ese asunto, que demasiado mal han hecho ya con el Estado del Bienestar.
"Yomismo", trataré de responderte punto por punto:
"muy bien, lo que comentáis como degradante para la dignidad humana puede ser razonable. Pero como eso únicamente se trata de una opinión [...]"
La clave es el término "razonable". Seguro que estarás de acuerdo en que está lejos de ser digno el trabajo de niños de 10 años en canteras, la prostitución, el maltrato físico y verbal a un empleado, los salarios de hambre, las jornadas de 19 horas, la amenaza sindical contra otros trabajadores, el abuso que el trabajador vago hace de sus compañeros, etc. Todos estos casos son aceptados voluntaria y diariamente por millones de seres humanos para poder sobrevivir.
Por tanto la agresión a la dignidad humana se puede dar incluso bajo aceptación de la víctima. Cosa que niega la ética "objetivista" de Rand. Creo que esto te habrá dejado tan sorprendido como me sorprendió a mi en su día.
El ejemplo de reducción al absurdo que pones lo único que nos dice es que hay algún que otro sindicalista loco suelto por ahí.
Dices:
"estáis violando los (derechos) negativos o naturales, propios del ser humano".
El concepto de libertad negativa es muy pobre y constituye precisamente uno de los errores más primarios del liberalismo popular. ¿Es libre quien cede sistemáticamente a sus bajas pasiones, aún cuando sabe que ello le perjudica? Esto es el concepto de libertad interior o libertad moral, que ni siquiera Hayek tenía claro pero que los liberales clásicos conocían muy bien (Milton, Paine, Locke, etc.) y constituía un eje central de su discurso político.
"esclavizais de esta forma a personas que no han hecho daño alguno, todo por una abstracción como es el bien común. Es decir, caéis en el utilitarismo. "Si el fin es bueno, dan igual los medios".
Piensa de nuevo en la prohibición de hacer fuegos en agosto, en la prohibición de ir en sentido contrario por las autopistas, en la prohibición de introducir especies alóctonas en otro continente, de mercar explosivos libremente... ninguna de las personas que hace eso está causando ningún daño, quizás no quiere causar ningún daño... pero seguro que consideras lógico que tales cosas estén prohibidas. Por consiguiente no cualquier prohibición o regulación pública es mala o nos convierte en esclavos.
El bien común es el fin del Liberalismo Clásico. Otra cosa es que a partir de fines del XVIII se pervirtiera el concepto de bien común como defensa de los derechos individuales del hombre para pasar a definirlo como la suma aritmética de bienestares individuales (Rousseau dixit).
De nuevo, es imposible para un católico afirmar que el fin justifica los medios, porque tal cosa está condenada por el catecismo de la Iglesia al ir en contra de la dignidad humana. También Kant la condena.
Un abrazo
"[...]está lejos de ser digno el trabajo de niños de 10 años en canteras, la prostitución, el maltrato físico y verbal a un empleado, los salarios de hambre, las jornadas de 19 horas, la amenaza sindical contra otros trabajadores, el abuso que el trabajador vago hace de sus compañeros, etc. Todos estos casos son aceptados voluntaria y diariamente por millones de seres humanos para poder sobrevivir."
Analicemos cada caso:
- Trabajo de niños de 10 años en cantera (NO HAY AGRESIÓN): nos podrá gustar esa idea más o menos, pero en todos los paises se ha pasado por esa etapa en la que los hijos tienen que trabajar para ayudar a su familia a sobrevivir. Desgraciadamente a nosotros, acostumbrados a la riqueza y bienes de capital acumulados durante siglos por el trabajo de nuestros antepasados, se nos olvida que el ser humano nace en la pobreza por definición. Si te apetece, como solución puedes convencer a muchas personas del primer mundo para que los apadrinen. Y así no violas los derechos de nadie.
- Prostitución (NO HAY AGRESIÓN): excepto el caso en el que existe coerción para ejercerla, es una actividad voluntaria. Por cierto, hay muchas prostitutas que no dejarían esa profesión por nada del mundo, porque les permite tener un nivel de vida que como cajera de un supermercado no podrían ni aspirar. ¿Por qué no respetar su decisión? ¿Es que crees que eres más sabio que ellas?
- Maltrato físico y verbal a un empleado (HAY AGRESIÓN): es evidente que existe agresión, y este empleado podría acudir a los tribunales para exigir compensación. Si no lo hace, es su problema.
- Los salarios de hambre (NO HAY AGRESIÓN): quizás esa persona que acepta trabajar por un sueldo muy bajo (o incluso gratis) necesita más la experiencia laboral que le aporte mucho más que el dinero. ¿No sabías que el salario mínimo es la causa de que muchas jovenes y personas con discapacidad sean incapaces de encontrar un primer empleo? En cualquier caso, cada persona es un mundo, y sólo ella debe tener el derecho de aceptar un contrato o no.
- Las jornadas de 19 horas (NO HAY AGRESIÓN): me remito al anterior punto.
- La amenaza sindical contra otros trabajadores (HAY AGRESIÓN): básicamente ello es debido a que les está permitido todo a los sindicatos. Cualquier acto de "protesta" en una manifestación sindical (como cortar autopistas, quemar moviliario público) sería calificado como vandálico si lo hiciera un ciudadano corriente. Exactamente igual pasa con los piquetes informativos. Es un problema de un Estado que pasa por alto estos delitos.
- El abuso que el trabajador vago hace de sus compañeros (????): en todo caso abusará del empresario que lo contrata, a no ser que se trate de una cooperativa. Si es así, si no lo expulsan de ella, es que simplemente son idiotas, y las leyes no deberían protegerte de serlo (si no te gustan las dictaduras claro).
Continuas: "Por tanto la agresión a la dignidad humana se puede dar incluso bajo aceptación de la víctima. Cosa que niega la ética "objetivista" de Rand."
¡Qué curioso! ¡Pero si uno de los temas de La rebelión de Atlas es precisamente ese! ¡La aceptación de la víctima! De hecho esta cita del libro es bastante famosa: La maldad del mundo se hace posible sólo por la sanción que tú le das Y no hay que irse tan lejos, el mismo texto que Eetion ha puesto en esta entrada trata sobre eso mismo, de cómo Rearden se da cuenta que todo el mal que se le ha infligido ha sido gracias a que él lo ha aceptado como justo. Y es entonces y sólo entonces cuando se puede rebelar.
"El ejemplo de reducción al absurdo que pones lo único que nos dice es que hay algún que otro sindicalista loco suelto por ahí."
¿De verdad que sólo nos dice eso? ¿Y si ese sindicalista loco convence a la mayoría de la población de que esas ideas son correctas y no aplicarlas es una injusticia? ¿Y asi acto seguido esa población vota a un gobierno que las sanciona como leyes? Ese es el problema de tener una visión subjetiva de los derechos.
Y por cierto, ¿es algo justo porque lo diga la mayoría? Entonces si la mayoria de la población de un pueblo lincha a una persona, ¿están en su derecho? ¡Son la mayoría en una zona! ¿Cómo soluciona la Democracia liberal estos problemas? Es algo que has dejado de responder en tu comentario.
"¿Es libre quien cede sistemáticamente a sus bajas pasiones, aún cuando sabe que ello le perjudica?"
¿De verdad las leyes tienen que protegerte de ti mismo? ¿Es esa su función? ¿Dónde queda tu libre albedrío, que como Católico tendrás muy claro que existe? Me parece muy bien que las religiones se ocupen de estos menesteres, pero ¿el Liberalismo?
"prohibición de hacer fuegos en agosto, en la prohibición de ir en sentido contrario por las autopistas, en la prohibición de introducir especies alóctonas en otro continente"
Prohibiciones necesarias porque son actos que ocurren en dominios públicos. Si todo fuera de dominio privado, se regiría por normas de uso dictadas por su dueño. Aunque bueno, ahí entramos en polémicas más complejas en las que no me apetece seguir. Pero por ponerte un ejemplo ¿crees de verdad que una autopista totalmente privada permitiría que se condujera en sentido contrario? Evidentemente no. Las normas en un terreno o recinto privado las pone el dueño, y yo las acepto al entrar en ellos, de lo contrario es una violación de contrato.
"El bien común es el fin del Liberalismo Clásico. Otra cosa es que a partir de fines del XVIII se pervirtiera el concepto de bien común como defensa de los derechos individuales del hombre"
Creo que eso es una total contradicción. ¿Cómo puede ser el bien común la defensa de los derechos individuales del hombre? (Sigo con esta discusión más abajo, respondiendote a lo siguiente)
"De nuevo, es imposible para un católico afirmar que el fin justifica los medios"
Entonces no puedes decirme que es justo que exista educación o sanidad pública (por poner dos ejemplos) porque como no son cosas que crezcan en la Naturaleza, alguien debe pagar por ellas. Y hete aquí que ese pago no es voluntario sino a punta de pistola. Prueba a no pagar impuestos para ver la realidad de lo que te digo. Por tanto, cualquier derecho positivo como los que he mencionado (un fin justo) debe crearse a partir de la violación de un derecho individual, tu derecho a la propiedad (el medio injusto). Por tanto te contradices a ti mismo.
Y otra cosa: ¿Por qué en vez de pedir al Estado que provea tal o cual servicio para los pobres no apelas a la caridad voluntaria? Es algo que ha funcionado bastante bien a lo largo de la Historia, y sería ahora mismo mucho más efectiva al ser todos inmensamente más ricos que nuestros antepasados. Y sobre todo, la caridad, al ser voluntaria es ética, dado que no viola los derechos de ninguna persona.
Un abrazo.
Lo primero, gracias a los tres por el debate. Es un lujo tener lectores como ustedes. Y bienvenido al blog a Yo mismo.
“La rebelión de Atlas” fue un libro que me gustó, aunque como católico, me dejo sentimientos encontrados. Hay partes que suscribiría totalmente, pero otras que también rechazaría totalmente. Evidentemente, el planteamiento puede ser demasiado simple, demasiado en “blanco y negro”. Pero, la validez de este planteamiento es hacernos ver que muchas de las cosas que consideramos fundamentales en esta sociedad socialdemócrata pueden ser diferentes, es más, deberían ser diferentes. Evidentemente, ese es sólo un primer paso. Luego vendría el estudio y la reflexión más profundos. En relación al pensamiento de Ayn Rand (entendido globalmente), como es comprensible, no cuadra con las creencias de un católico. Su apoyo al ateismo (con “base racional”) y sus afirmaciones en variados asuntos la hacen incompatible con el catolicismo. A pesar de lo anterior, algunos de sus planteamientos podrían ser compartidos. Sólo como curiosidad, a veces el comportamiento que Ayn Rand da a los personajes que exalta me hace recordar aquel otro del Superhombre de Nietzsche. Y ya sabemos a donde puede llevarnos esto…
Pasando ya al meollo del debate, veo que se centra en la función del Estado y en la fundamentación del comportamiento del individuo en la sociedad. Por una parte, considero que el concepto de dignidad humana (entendido tal como lo comenté en esta entrada) es básico para un desarrollo de una teoría política. Y por otra parte, también es fundamental el concepto de Bien Común, definido como lo hacen Juan XXII en su encíclica “Pacem In Terris”: conjunto de condiciones sociales que consienten y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de su propia persona. Es decir, de cada ser humano tomado individualmente, no como un colectivo.
A los anteriores conceptos habría que añadir la afirmación que realiza Santo Tomás para fijar los límites de la promulgación de leyes:
“Ahora bien, la ley humana está hecha para la masa, en la que la mayor parte son hombres imperfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que pueden abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes”
Y por último, hacer hincapié en el rechazo a cualquier tipo de positivismo o relativismo. Considero que el hombre, la persona, posee una naturaleza propia y que en base a las características de la misma han de definirse los planteamientos de una sociedad (y por supuesto de una moral). No todo vale, ni todas las culturas son iguales. Se sea o no creyente, creo que deberíamos aceptar los planteamientos del cristianismo (Jerusalén, Atenas y Roma) como los válidos para el desarrollo de una sociedad verdaderamente humana. Ha sido un descubrimiento realizado por la Humanidad a lo largo de miles de años.
Un abrazo.
"Yo mismo"
Sin ánimo de ofenderte, sinceramente: La réplica que me haces es lo mismo que habría hecho yo hace dos años a un católico ortodoxo, punto por punto.
Claro que entonces no sabía lo que era el bien común, y compartía muchos de los errores intelectuales que considero trasluce tu planteamiento. Dicho esto te animo a que continúes formándote y acabarás entendiendo del todo las objeciones que te planteo.
Eetion:
¡¡Ojo con ese texto!! Es de un libro de Santo Tomás, pero el autor no era el santo, ya que había muerto poco antes. Su autor era un discípulo suyo si mal no recuerdo. Esto lo descubrí hace poco, mientras hacía un estudio para María Blanco. A saber dónde tengo las referencias... pero palabrita del niño Jesús, jeje.
Hola! No tengo demasiado tiempo, pero quisiera dejar un par de apuntes más:
En primer lugar, agradecerle a Eetión la bienvenida a su blog.
A ti Daniel, decirte que no me molesta en absoluto lo que me dices. Lo que siento es que no aportases ninguna respuesta a las cuestiones que de forma razonada te he planteado. Creo que al menos merecen una cierta reflexión, puesto que no son ni mucho menos triviales, máxime cuando desgraciadamente podemos ver día a día los efectos de ese pensamiento que (al menos parcialmente) tú defiendes.
Y digo que lo siento, porque al acabar la conversación simplemente recurriendo a mi supuesto desconocimiento del bien común parece que dicho concepto está más allá del análisis crítico o del razonamiento. Es decir, es cuestión de fe. Si es así, entonces no hay más que hablar, puesto que cualquier argumento que se te proponga va a caer en saco roto.
Pese a todo ello, sí que me gustaría compartir contigo una última reflexión. El engrandecimento en todos los sentidos del Estado en estos últimos 200 años es incontestable, y eso, estoy seguro, es algo que no preveían los liberales clásicos. Sin embargo, los hechos son los hechos, y sería una necedad seguir creyendo que por arte de magia podemos limitar el poder del Estado cuando hemos sido del todo incapaces de lograrlo en todo este tiempo. Es un defecto de raíz de la democracia liberal. Entonces pregunto: ¿qué sentido tiene seguir incurriendo en ese error? Y aún más: ¿crees que seguirían manteniendo los liberales clásicos de los siglos XVIII y XIX su defensa de la democracia liberal si pudieran ver en qué forma se ha materializado lo que era una utopía por aquel entonces?
Finalmente, me gustaría acabar este comentario recomendándote varias lecturas, que quizás no conozcas:
- Una es la carta de Mises a Rand felicitándola por el acierto que supone la publicación "La rebelión de Atlas". Cito textualmente: un convincente análisis de los males que plagan nuestra sociedad. Hombre, creo que resulta algo exagerado llamar a este libro panfleto, engendro, simplista, etc., cuando el principal economista de la Escuela Austríaca lo tuvo en estima. Podrás estar más o menos de acuerdo con respecto a la moral expuesta en la obra, pero desde luego la parte relacionada con la economía es incontestable.
Aquí el link: http://mises.org/etexts/misesatlas.pdf
- Artículo de Thomas E. Woods sobre la Doctrina Social de la Iglesia. Supongo que a él será imposible que lo taches de ser anticatólico o poco informado.
http://www.lewrockwell.com/woods/woods8.html
- Artículo de Huerta de Soto sobre la imposibilidad de aplicar el programa del liberalismo clásico. De nuevo una persona de todo menos poco ilustrada.
http://mises.org/pdf/desoto-liberalsmo-v-anarcocapitalismo.pdf
Por último, decirte que no tengo ni mucho menos algo en contra del Catolicismo. Creo que es plenamente compatible con el liberalismo en tanto no imponga su moral a las demás personas (aunque de nuevo buena parte de ella esté en consonancia con el liberalismo).
Un abrazo.
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