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domingo, 29 de noviembre de 2009

Liberalismo y Magisterio de la Iglesia. El carácter del Magisterio

"Yo no creería en el Evangelio si no me impeliera a ello la autoridad de la Iglesia" (San Agustín. Contra epistolam Manichaei I 5,6)

En una anterior entrada expliqué cual es la relación entre Economía y Magisterio de la Iglesia. Llegué a la conclusión que dicho Magisterio debía servir de guía para decidir entre las distintas opciones que nos ofrecen las leyes económicas. Además, comenté que el fin último del Magisterio es la consecución de salvación, lo que para un católico significa la obtención de la felicidad, la cual comienza a experimentarse en este mundo y llega a su culmen en la Eternidad. Es por ello de suma importancia comprender el carácter del Magisterio ya que nos estamos jugando nuestra felicidad. De esta forma, podremos estudiar de forma segura y sin riesgo a un extravío, la no contradicción del Liberalismo Austriaco con el Magisterio de la Iglesia, y en concreto con su Doctrina Social. A fíjese que indico la no contradicción, porque no es mi intención, adhiriéndome así a lo afirmado por Gabriel Zanotti (1), convertir el liberalismo indicado en una especie de “teología de la liberación del otro lado”, en una herramienta de salvación, pues este papel, como ya he dicho, queda reservado al Magisterio. Así, al demostrar ésta no contradicción, podríamos considerar al Liberalismo Austriaco como un medio para conseguir el Bien Común, ayudando por lo tanto al desarrollo integral del ser humano, pero sin confundirlo con el Reino de Dios (2).

La primera dificultad que encontramos para entender el carácter del Magisterio es que éste no es científico sino testimoniante. Pío XII lo expresaba del siguiente modo: “El Magisterio de la Iglesia no es científico, sino testimoniante. Es decir, no se funda en las razones intrínsecas que se dan, sino en la autoridad del testimonio. Por lo cual, cuando se trata de prescripciones y sentencias dadas por los legítimos pastores en cosas de ley natural, no deben los fieles apelar al dicho que suele pronunciarse acerca del sentir de los individuos: tanto vale la autoridad cuanto valen las razones. De aquí que, aun cuando a alguien, en una ordenación de la Iglesia, no parezcan convencerles las razones alegadas, sin embargo, permanece la obligación de la obediencia” (Acta Apostolicae Sedis 46 [1954] 671-672).

Lo anterior es un duro ejercicio para el hombre actual. Acostumbrados a rechazar cualquier imposición externa, se pretende aplicar lo mismo a lo afirmado por la Iglesia. Y aunque se acepte la autoridad del Jesucristo, no se acaba de comprender cómo ésta se identifica con la autoridad de la Iglesia. Ya Rousseau exclamaba: “¡Cuántos hombres entre Dios y yo!”

Sin embargo, hemos de situar el Magisterio en sus justos términos. No debemos convertirlo en una especie de Dios que habla, pues esto haría desaparecer sus elementos humanos (con sus tanteos, dudas, fracasos y errores). Pero tampoco debe entenderse como un simple ejercicio intelectual que pierda de vista su carácter testificante y su finalidad y nos lleve a estériles elucubraciones. Más adelante profundizaremos en estos aspectos cuando veamos el concepto de la infalibilidad del Magisterio en una próxima entrada.

Los rasgos esenciales del Magisterio

La constitución Lumen Gentium, en su artículo 24, resumen los rasgos esenciales del Magisterio:

“Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt. 28,18; Mc. 16,15-16; Act. 26,17ss.). Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo, a quien envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, pueblos y reyes (cf. Act. 1,8; 2,1ss.; 9,15)”. Veamos con un poco más de detalle estos rasgos.

La misión

La misión de los Apóstoles es clara y les fue dada por el mismo Jesucristo: “Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo.” (Mt 28, 18-20)

De esta forma, los Apóstoles se convierten en los verdaderos representantes del mensaje de Dios. Lo que afirman no lo hacen por su cuenta, sino siguiendo las instrucciones del mismo Jesucristo. Además, ya en vida de los Apóstoles estos buscan colaboradores que unas veces se llaman presbiterios y otras, obispos. Estos colaboradores se instauran mediante el rito de imposición de manos que les confiere un carisma permanente. Ya en el siglo II es general el reconocimiento que los Apóstoles han nombrado a los Obispos como sus sucesores. De esta forma, los Obispos son partícipes del mismo carácter de los Apóstoles como guardianes de la verdad evangélica, procediendo de ellos en una cadena ininterrumpida en el tiempo.

La naturaleza testificante

La Iglesia es una simple conservadora del depósito de la revelación cristiana. Ni los Apóstoles, ni los Obispos, ni la Iglesia, son dueños de este depósito. Lo han recibido para trasmitirlo fielmente hasta el final de los tiempos y para devolverlo intacto entonces. De esta forma, el Vaticano I, en su constitución Pastor Aeternus nos decía: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”.

Y esto es parte fundamental del catolicismo. Si se acepta, se es católico, si no se hace, no se puede serlo. Cuando la Iglesia define un dogma de fe, realmente ella no impone nada. Se limita a explicitar una verdad contenida en la revelación cristiana. No estaría de más que algunos políticos actuales que se definen como católicos lo comprendieran. La fe se recibe libremente, pero se recibe en su totalidad, sin acudir a subterfugios para adaptarla a nuestros gustos.

La credibilidad

Esta característica se basa en parte en elementos anteriores. A simple nivel humano no podemos dejar de señalar la credibilidad que tiene la Iglesia en la trasmisión del mensaje cristiano. Cualquier institución humana puede cambiar completamente a través de los tiempos, pero la Iglesia siempre ha sido consciente de que su existencia depende de su fidelidad al mensaje primitivo, sin adulteraciones ni añadidos que hagan peligrar su contenido original.

Pero, ¿cómo puede la Iglesia estar tan segura de respetar esta fidelidad? Tal como hemos indicado, la Iglesia es consciente de su misión y sabe que ésta fue encargada por el mismo Jesucristo. Además, se reconoce como una simple trasmisora de una revelación original. Sin embargo, cuando Cristo encarga esta misión no deja sola a la Iglesia. Sabe que humanamente esta tarea es imposible y que pedir algo sin dar las herramientas necesarias para conseguirlo sería faltar a la lógica. Por ello, Jesús afirma: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). Esta fórmula se emplea en el Antiguo Testamento unas cien veces, cuando Dios impone una misión difícil, para indicar una ayuda divina eficaz mediante la cual podrá ser llevada a cabo dicha misión a pesar de todas las dificultades. De igual forma, Jesús promete a los Apóstoles el Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14, 16-17).

Así, para San Juan es impensable que la Iglesia, regida por los Apóstoles y sus sucesores “hasta la consumación de los siglos” pueda apartarse de la doctrina de Cristo. No podría pensarse fracaso mayor de la presencia eficaz de Cristo y de su Espíritu de Verdad, prometido tan solemnemente por Jesús. Y esta garantía sobrenatural de la fidelidad sustancial del Magisterio es tan grande que puede por ello hablarse con razón de infalibilidad.

El fin del Magisterio

Este aspecto del Magisterio ya ha sido comentado. La Salvación o la obtención de la felicidad, al ser universal, tiene la consecuencia de hacer a todos los hombres hijos de Dios, lo que los hace hermanos entre si e iguales.

Además, el Vaticano II fija la institución del Magisterio con estas palabras: “a fin de que los hombres logren la salvación por medio de la fe”. Sin embargo, la fe es entrega a la Palabra de Dios con todas sus consecuencias existenciales y vivenciales. No es pues, producto de una especulación propia (eso sería filosofía), sino la aceptación de unos conceptos que comprometen nuestra vida y que vienen trasmitidos en la Iglesia a través de la enseñanza de los Apóstoles y de sus sucesores, los Obispos.

Por este motivo, los católicos tenemos el deber de aceptar la doctrina de nuestros Obispos en cuestiones de fe y costumbres, propuesta en nombre de Cristo, y adherirnos a ella con religiosa sumisión de voluntad y entendimiento (Lumen Gentium 25). Es claro que un Obispo “tomado individualmente no goza de la prerrogativa de la infalibilidad” (ibid.), y mucho menos cuando se trata de disposiciones disciplinares, pero aun en el caso de tener opiniones divergentes, ningún católico responsable puede eximirse de la colaboración leal y sincera con la autoridad competente, ni de la obediencia y humildad cristiana, ni de la caridad para con los hermanos, a los cuales no es lícito meter temerariamente en inextricables conflictos de conciencia.


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(1) Economía de Mercado y Doctrina Social de la Iglesia, pág. xi. Editorial Cooperativas 2005. Argentina

(2) “Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf
GS 22; 32; 39; 45; EN 31)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2820)

domingo, 1 de noviembre de 2009

Liberalismo y Magisterio de la Iglesia. Planteamiento del problema

"No existe ninguna otra institución estable e inteligente que haya meditado sobre el sentido de la vida durante dos mil años. Su experiencia abarca casi todas las experiencias, y en particular casi todos los errores. El resultado es un plano en el que están claramente señalados los callejones sin salida y los caminos equivocados, esos caminos que el mejor testimonio posible ha demostrado que no valen la pena, el testimonio de aquellos que los han recorrido antes" - Gilbert Keith Chesterton


Recuerdo pensar cuando estaba leyendo "Camino de Servidumbre" que las ideas allí expuestas se ajustaban bastante bien a mis creencias católicas. Aunque no creo que eso fuera nada extraño ya siempre he sido bastante ortodoxo. Para que se hagan una idea, con trece años, estando en octavo de EGB, realicé para una asignatura de clase un trabajo sobre la antigua URSS donde criticaba su sistema político. Vamos, que era todo un “Vicentito Fenelón”. Es una pena que no conserve aquel trabajo. Hubiera sido interesante analizar la prehistoria de mi pensamiento.

A medida que profundizaba en el estudio de la Escuela Austriaca de Economía, ocurrió lo inevitable. Sentí la necesidad de encajar todas aquellas nuevas ideas en el lugar correspondiente del puzzle inacabado de mi pensamiento. Nunca me ha gustado dejar los conocimientos inconexos. Desde entonces, el reto ha sido ir confirmando mi idea inicial, que indicaba que el liberalismo defendido por la Escuela Austriaca es compatible con el Magisterio de la Iglesia, y más en concreto con su Doctrina Social. Hasta ahora no he encontrado ninguna contradicción irresoluble, pero claro, estoy comenzando el viaje.

La inevitable pregunta que surge es qué tiene que ver la Economía con el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, antes de contestarla hemos de definir que se entiende por Economía, concretar su metodología y clarificar como se define el Magisterio de la Iglesia.

En relación a la metodología de la Economía tenemos en primer lugar la postura historicista que fue defendida por la Escuela Histórica Alemana. Ésta partía de la idea de que no existen leyes económicas universales y que lo único que podemos hacer es acumular datos y estadísticas para aplicar políticas económicas en cada caso concreto.

En segundo lugar, nos encontramos con el positivismo, que pretender aplicar el método de las ciencias naturales tales como la Física. Además, como complemento se utiliza la formulación matemática para definir las leyes económicas.

Por último, podemos mencionar al empirismo, que afirma que sólo es posible utilizar métodos inductivos para las construcciones teóricas y que niega la posibilidad del pensamiento a priori.

La Escuela Austriaca de Economía se opone a los tres planteamientos metodológicos anteriores. Afirma que es posible obtener leyes económicas generales aplicando métodos deductivos y sin la utilización de modelos matemáticos. Además, Mises define la Economía como una rama de una ciencia que la engloba, la Praxeología.

La Praxeología estudia la acción humana y afirma la existencia de leyes inmutables dentro de ese ámbito. Para ello, centra su estudio en el individuo ante la evidencia que éste actúa persiguiendo unos fines, decantándose por lo tanto por un individualismo metodológico y por el subjetivismo, entendido éste último como una consecuencia de la toma de decisiones por parte de cada individuo. Además, la Praxeología formula las leyes de una forma apriorística, no pudiendo ser éstas validadas o falsadas por medios empíricos, sino solamente mediante el razonamiento deductivo. Por ultimo, a la Praxeología no le interesan los fines últimos de las acciones humanas, limitándose a definir postulados válidos con independencia de sus fines.

Sin perder de vista que la praxeología engloba a la Economía, ya que esta última estudia la acción humana en el ámbito del mercado, considerado éste como el lugar donde se producen los intercambios, podemos acudir a un párrafo de “Principios de Economía Política” de Menger para definir la Economía (págs. 149-150):

“Cuando, respecto de un determinado período de tiempo, advierten los hombres que se produce esta circunstancia, es decir, que la necesidad de un bien es mayor que la cantidad disponible, comprenden también al mismo tiempo que no puede disminuirse una parte importante de las cualidades útiles de la cantidad disponible, o no puede ser sustraída a la disposición de los hombres, sin que quede insatisfecha una concreta necesidad humana que hasta ahora había sido cubierta, o que quede satisfecha menos perfectamente que si no se diera tal caso.

La más inmediata consecuencia que se deriva de este conocimiento en orden a la actividad humana tendente a la más perfecta satisfacción posible de sus necesidades es que los hombres se esfuerzan por:

1. Mantener aquella cantidad parcial de los bienes de que disponen en la relación cuantitativa anteriormente existente.

2. Conservar las propiedades útiles de dichos bienes.

Otra de las consecuencias derivadas del conocimiento de la mencionada relación entre necesidad y cantidad disponible es que, por un lado, los hombres adquieren conciencia de que, sean cuales fueren las circunstancias, una parte de las necesidades de los bienes de que hablamos queda insatisfecha y, por el otro, que toda utilización inadecuada de cantidades parciales de estos bienes tiene como consecuencia inevitable que también quedará insatisfecha una parte de aquellas necesidades que podrían haber sido cubiertas con una utilización racional de la masa total de bienes disponibles.

Así pues, respecto de la relación cuantitativa de los bienes, los hombres pretenden con su actividad previsora, encaminada a la satisfacción de sus necesidades, los siguientes fines:

3. Hacer una elección entre las necesidades más importantes, que satisfacen con las cantidades de bienes de que disponen, y aquellas otras que tienen que resignarse a dejar insatisfechas.

4. Alcanzar con una cantidad parcial dada dentro de la relación cuantitativa de bienes, y mediante un empleo racional, el mayor éxito posible, o bien, un éxito determinado con la menor cantidad posible. Dicho con otras palabras, utilizar las cantidades de bienes de consumo directo y sobre todo las cantidades de medios de producción de que disponen de una manera objetiva y racional, para satisfacer sus necesidades del mejor modo posible.

A la actividad humana encaminada a la consecución de los mencionados fines la denominamos, considerada en su conjunto, economía. A los bienes que se hallan en la relación cuantitativa antes descrita, y que constituyen su objeto exclusivo, los llamamos bienes económicos, en contraposición a aquellos otros de los que los hombres no tienen ninguna necesidad para su actividad económica (…)”

Nos queda ahora definir el concepto de Magisterio de la Iglesia. Para ello acudamos a la Constitución dogmática Dei Verbum (10):

“La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia; fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera constantemente en la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 8,42), de suerte que prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida.

Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer.

Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.”


Es decir, para un católico, el Magisterio, junto con la Tradición y la Sagrada Escritura, constituye la guía necesaria y obligada para la consecución de su fin último, la salvación, que al fin y al cabo es la consecución de la felicidad, que comienza a ser experimentada en el presente y llega a su culmen en la Eternidad.

Estamos ahora en condiciones de poder evidenciar la relación entre Economía y Magisterio de la Iglesia. Tanto una como otra tratan de la acción humana. La primera, de las acciones realizadas para el manejo de los bienes económicos y la segunda de las acciones a tomar para la consecución de la salvación, de la felicidad. Como católico, mi fin último es la búsqueda de la felicidad, de la salvación, pero un católico que viven en este mundo y ha de lidiar con la escasez y la necesidad. A dicho de otro forma, tengo que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 15-21)


Por lo tanto, ya que una determinada acción en el mercado puede tomarse de una forma u otra, el Magisterio de la Iglesia nos servirá para evaluar moralmente las opciones posibles. De esta forma, no se trata de afirmar que los principios económicos se derivan del Magisterio de la Iglesia, ni de elevar dichos principios a elementos rectores del Magisterio. Se trata de afirmar que dichos principios son compatibles con dicho Magisterio y, teniendo en cuenta el planteamiento expresado, también complementarios.